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ES NECESARIO rendirse a la evidencia: actualmente, la mayor parte de las esculturas que se encuentran en los espacios públicos no tienen sentido ni en el arte ni en la ciudad.

En el curso del siglo XX el arte se desarrolló según su propia dinámica, privilegiando la referencia al espacio interior del museo. Concebido para este contexto “aparte”, la obra “pura”, no importa cuál sea su calidad, una vez ubicada en el exterior deviene problemática, a menudo superflua, un objeto, un obstáculo, una decoración.


El deseo de decoración, de embellecimiento, señala esta búsqueda nostálgica y simbiótica de una relación que se habría perdido entre el arte y la ciudad, el arte y la arquitectura. Ya sea en el siglo XIX, en reacción a la modernidad, o durante estos últimos quince años marcados por un relanzamiento espectacular del mandato público, en un esfuerzo por transformar en amenos estos espacios residuales, avatares de la especulación inmobiliaria y de los trazados de la circulación. Pero el decorado no salva ni de la monotonía, ni del aburrimiento.


Para ser realmente público un espacio no puede funcionar de manera aislada. Forma parte de un todo complejo, continuo, jerarquizado. Ahora bien, el artista no puede por sí solo crear esta continuidad. Otros actores comparten esta responsabilidad, y los roles no pueden ni intercambiarse ni competir ente ellos. Desde esta perspectiva, la obra del artista no podría ser una “intervención artística” puntual y autónoma. No se trata de adicionar sino de aclarar, de fecundar, de interrogar el paisaje urbano. El arte público no debería ser para el artista la ocasión de “expresarse” en público, sino simplemente de efectuar un trabajo de otra naturaleza que el de los constructores.



Valérie Muller, extraído de Le fil du Rhône,
Fonds municipal de décoration de la Ville de Genève, 1995

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